Andrés Henestrosa, el hombre que dispersó sus sombras

Opinión    Luis Gastélum Leyva

“Cuando el tecolote canta, el indio muere; no será cierto, pero sucede”. Éstas fueron unas de las últimas palabras que Adolfo Castañón le oyó a Andrés Henestrosa en su casa de Tlacochahuaya (‘lugar de tierra húmeda’ en zapoteco), en Oaxaca, un domingo luminoso de enero pocos días antes de su muerte, según narró el propio poeta en Letras libres. En noviembre cumpliría los 120 años, la edad a la que casi muere una de sus tías. Le hubiera gustado ser tan longevo, pero el tecolote cantó antes, la madrugada del jueves 10 de enero de 2008. Seguidor de las prácticas comunes en el Istmo de Tehuantepec, Andrés tomó el apellido de su madre, la Tina Man, como le llamaba con cariño a Martina Henestrosa. Era oriundo de Ixhuatán, un pueblo oaxaqueño cercano a Juchitán. Su abuela paterna era huave, pero su marido era chino por negro. Se jactaba de llevar en la sangre cinco razas: huave, zapoteca, española, negra y un poco de judía. Cada una le dio veinte años de vida, aunque eso no es muy científico, decía, porque no le dejaba nada de crédito al consumo de mezcal, que también contribuyó a su larga vida (“El único gusano que traigo en la sangre es el del mezcal”, solía decir todos los días que se empinaba su copita), así como los olores y sabores de su tierra: tortilla, conejo, venado, liebre, armadillo, chachalacas. Pero su longevidad le venía de herencia: su madre, su abuela y una tía fueron centenarias y él murió a los 101 años. Sabía que con los años todo mengua pero tenía vivo el corazón. Vivía todo con vehemencia. No había cosa que más amara que la vida ni situación que más temiera que la muertePero sabía que todos tenemos que morir, por eso decía que debemos jugar al escondite con la muerte, burlarla hasta darle la vuelta, porque de todos modos ella siempre sale ganando y el día menos esperado nos saca de cabeza. Se negaba a morir, no estaba en sus planes. Había noches en que no quería dormir por miedo a no despertar. Abría los ojos a medianoche y se tocaba el pecho para ver si le palpitaba el corazón. Había días en que le invadía la tristeza, por nada en concreto, nada más porque sí, porque la tristeza le llegó y ya. Por eso le parecía una tontería gastar la vida en cuestiones inútiles. Había que dedicarla a actividades alegres y convenientes, decía, querer al vecino, a toda la gente, compartir con los amigos y leer, leer mucho. Pensaba que vivir era muy duro, que había que batir mucho lodo y hacer una vida que aunque sea de barro, pueda reflejar, sin que se manche, una estrella. Por eso vivió todos los días pensando en el mañana y siempre escribió con la esperanza de que alguien lo leyera y encontrara un rato de solaz con sus pensamientos. Escribió su obra con honestidad, sin trampas, ni para halagar ni ofender, con la intención por crear algo que el mero impulso de escribir. Por eso era su deseo que le sobreviviera al menos una de las palabras que escribió como poeta, narrador, ensayista, historiador y filólogo. Pero el también orador, que era un poco duro de oído y por eso hablaba fuerte, se fue contento con lo que logró. No siempre, pero hizo lo que soñó. Así lo manifestó un año antes de su muerte, cuando celebró el centenario de su nacimiento, que aunque todos los días cumplimos años, según decía, había que hacer mucho ruido por si era el último. Ese día abrió las puertas de su casa de par en par y a todos los que pasaban por enfrente les ofreció un plato indígena de guchegiña y bailaron sones. Vivía en la ciudad de México, a donde emigró a los 16 años, cuando todavía se expresaba en su lengua natal –el zapoteco, idioma con el que soñaba y maldecía–, en una calle que lleva su nombre y donde una placa conmemorativa en su casa informa que ahí reside el autor de Los hombres que dispersó la danza. Lamentaba que ya no le sobreviviera ninguno de sus amigos entrañables, como Herminio Ahumada y Alejandro Gómez Arias, la última fue Lola Olmedo, porque no cualquiera vive cien años y aunque el tiempo, decía, es un parpadeo. Y parpadeaba y ahí estaban los recuerdos de su niñez y se veía cuando se ponía un trajecito rojo, calzón y camisita de manta, huaraches y un sombrerito aplastado, antecedente del carrete que él inventó, que se apachurraba y se lo metía a la camisa y se iba de pinta. A los 13 años le nació el amor y desde entonces lo cultivó con ahínco. Y es que mientras más viejo, decía, más se vuelve a los orígenes. El cercano y lejano ayer: así tituló primero sus memorias, pero luego le cambió a Años, engaños y desengaños. Sus últimos días los dedicó a la relectura: Homero, el Eurípides de Vasconcelos (“Los griegos son los autores eternos”, decía) y El Quijote, que no lo leía en orden, sino que elegía páginas al azar. Revisaba el periódico y no veía televisión. Llevaba un diario no muy riguroso, pero todas las noches escribía una hora los sucesos que le habían impresionado durante el día, lo que lo ahogaba o emocionaba, buscando una frase bonita, una palabra que le sobreviviera, que le comprobara que el oficio al que llegó por la lectura no lo hizo arar en el mar, oficio por el que escribió una página diaria durante 80 años y que constituyó su herencia: una obra sin una sola arruga, agua de memoria, como dijera Octavio Paz. Henestrosa siempre sostuvo que era un libro con muchos capítulos. En contra de su voluntad, pero con la misma pasión que vivió una centuria, y ese enero de hace 17 años escribió el último: Adiós, Andrés. Y es que cuando el tecolote canta, el indio muere. “Andrés, ¿qué quieres decir con esto?”, le preguntó Castañón en aquel último encuentro con Henestrosa en su casa oaxaqueña de Tlacochahuaya, a unos cuantos kilómetros del innombrable mar, y a lo que el centenario escritor hondamente plantado en la tradición mexicana respondió: “Los tecolotes huelen la muerte del hombre que se irá de muerte natural y que se van acercando atraídos por un olor que nosotros no podemos alcanzar”. Y se fue, como el hombre que disperó la danza: “Yo vengo como todos los hombres, de muy lejos, de muy abajo; pertenezco a la despeinada, descalza y hambrienta multitud mexicana, y he peleado, desde que me acuerdo, por ser mañana distinto al de hoy y pasado al de antier; ser distinto cada día ha sido mi lucha, pero siempre con un horizonte y sin dejar de ser aquel que descalzo anduvo en su niñez”.