
Desaparecidos: la Banalidad del Mal se asienta entre propagandas extremas.
José Reyes Doria
Macabros los hallazgos en el rancho de Teuchitlán. Doscientos pares de zapatos, ropas, indicios de incineración de cuerpos. El impacto de las imágenes fue mayúsculo, aun en la actual era de “anestesia” social ante crímenes espeluznantes que, en las últimas décadas, han incluido asesinatos masivos, decapitaciones, desmembramientos, cremación de cuerpos y desapariciones al por mayor. Sin dar por hecho nada, pero igual sin descartar nada, la mera probabilidad de que en ese rancho existiera un campo de exterminio, adiestramiento y reclutamiento forzoso, y sumado al pasado inmediato de horrores derivados de la violencia criminal, otorgó credibilidad a la narrativa de que, toda proporción guardada, ahí había un Auschwitz mexicano.
La idea de este artículo es identificar los niveles extremos que ha alcanzado la propaganda, tanto la que se vincula o defiende al bloque gobernante, como la que impulsan los opositores. La comparación de Teuchitlán con el Holocausto es una exageración superlativa que, acaso, lo que menos tiene en consideración es el drama real de lo que pudo haber ocurrido en ese rancho. Por su parte, la negación automática de toda posibilidad de que hayan ocurrido crímenes atroces ahí, y no solo eso, sino también afirmar que las madres buscadoras que hicieron el hallazgo están manipuladas por Felipe Calderón y calificar de carroñeros a quienes difunden y denuncian el hecho, constituye también una pieza de propaganda hiperbólica.
Lo que queda en medio de la caricaturización propagandística, es precisamente una especie de negación del horror. Porque las posturas extremas, no pretenden reconocer y condolerse con la tragedia, ni impulsar acciones para erradicar esos horrores; lo que buscan es la destrucción absoluta de la imagen del adversario, aplastar a quienes denuncian o a quienes tienen responsabilidades legales. El drama social del terror criminal queda relegado; de alguna forma, la exageración delirante de las denuncias y las culpas, tiene el efecto es invisibilizar la barbarie.
Esto nos recuerda el tema de la Banalidad del Mal que teorizó la pensadora alemana Hannah Arendt, quien realizó para The New Yorker la crónica del juicio contra del criminal nazi Adolf Eichmann, llevado a cabo en 1961 en Jerusalén. De ese trabajo derivó el libro “Eichmann en Jerusalén”: un estudio sobre la Banalidad del Mal, donde Arendt destaca que el responsable del transporte de los judíos hacia los campos de exterminio durante la Segunda Guerra Mundial no era, como podría pensarse, un monstruo de crueldad infinita.
No, en realidad Eichmann era un burócrata mediocre, sin calidad intelectual ni densidad moral, que cumplía ese tipo órdenes sin el menor asomo de culpa o conciencia del daño que causaba a los seres humanos que enviaba a la muerte. Eichmann actuaba y se miraba a sí mismo como un hombre normal, un servidor público que únicamente formó parte de una burocracia como la del Tercer Reich, sin cuestionarse si su función era producir quesos o mandar a los hornos crematorios a millones de personas.
De hecho, Arendt observó que una buena parte de los altos y bajos funcionarios del régimen nazi ejercieron su eficaz función exterminadora, sin el menor atisbo de reflexión sobre la naturaleza de las órdenes que cumplían sistemáticamente. La repetición constante, durante años, del proceso sistemático de aniquilación de los condenados por el régimen de Hitler, generó una alienación ética y moral en los perpetradores de la barbarie, situación que permitió la reproducción mecánica de cada una de las etapas de detención, traslado y exterminio de millones de personas.
No es que el mal, en este caso una barbaridad de lesa humanidad como el Holocausto, sea algo banal, dice Arendt, sino que la Banalidad del Mal se instauró a través de personas y procedimientos mediocres y burocráticos. Por si hiciera falta, se aclara: no se está comparando Teuchitlán y los horrores de la violencia criminal con al Holocausto. Pero la brutalidad sistemática de la violencia criminal, en ocasiones alcanza paralelos escalofriantes con lo que Hannah Arendt llamó Banalidad del Mal.
La delincuencia organizada constituye uno de los poderes fácticos más encumbrados en la realidad mexicana y, por lo tanto, ha desarrollado una estructura de jerarquías, procedimientos y funciones. El poder criminal utiliza la violencia para asesinar adversarios de forma sistemática y masiva, en una dinámica que, en algún momento, trascendió la frontera del desprecio por la vida del enemigo y se instaló en el terreno de la degradación de la condición humana, al imprimir y exhibir grados inauditos de barbarie aplicadas a sus víctimas, como la calcinación, el descuartizamiento o la decapitación.
De pronto, la maquinaria del crimen organizado ha sido capaz de sistematizar acciones salvajes de exterminio, sin que el “personal” que realiza esas acciones sienta la menor conciencia o culpa. Tampoco se acongojan los lugartenientes ni los mandos superiores. Los testimonios de Teuchitlán indican que cada engranaje de la maquinaría actúa con una frialdad imperturbable, como si no estuvieran decapitando o quemando gente sino fabricando bicicletas o muebles.
En los últimos años, se ha acentuado la percepción de que la Banalidad del Mal no solo se ha instalado en las burocracias criminales, sino que el Estado y la sociedad también han sido permeados por esa indolencia. La gente ya no se conmueve ni se escandaliza ante la barbarie cotidiana de la violencia criminal, prefiere mirar a otro lado y aplacar las emociones interpretando esos horrores como algo natural e inevitable; el miedo y la resignación social potencian la barbarie criminal, porque la gente no se asombra ni denuncia. Por lo mismo, la gente tampoco exige al gobierno que acaben con esa violencia y garantice la seguridad, ni siquiera se produce un castigo social en las urnas o en el apoyo al régimen.
Los diversos niveles de poder del Estado, desde hace mucho tiempo, también tratan de minimizar y banalizar sistemáticamente la barbarie de la violencia criminal; no asignan presupuesto suficiente para la seguridad, son impasibles ante la impunidad casi absoluta de los crímenes, y recurre sistemáticamente a la narrativa de que los cientos de miles de asesinatos son ajustes de cuentas entre criminales. Tanto el gobierno federal, como los gobiernos locales, ante casos como el de Teuchitlán, reaccionan primeramente acusando a los gobiernos locales, a las fiscalías y a las policías de los estados, a las policías municipales; los gobiernos locales acusan a las instituciones y autoridades federales.
Desde luego, también descalifican a las víctimas y organizaciones sociales, y las acusan de inventar o de exagerar. Esa es siempre la primera reacción y la principal preocupación de los gobiernos y sus apoyadores; y, en segundo lugar, nomás por no dejar, lanzan una nueva estrategia de seguridad, como si el problema fuera inédito.
Hay que entender, porque es necesario para redondear el análisis, que la violencia criminal, con todas las implicaciones estructurales que conlleva, es realmente un problema gigantesco, que difícilmente se va a resolver en uno o dos sexenios. Requiere recursos y energía inmensos para intentar una solución a fondo. Por eso, porque no “luce ni viste”, y porque la gente no exige, ni se amotina ni castiga con votos en contra, ni Salinas de Gortari, ni Calderón, ni Peña Nieto, ni AMLO estuvieron dispuestos a invertir su capital político en buscar soluciones a este problema espeluznante.
En la actual coyuntura, caracterizada por la política de agresión intensa del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, el problema de los carteles del narcotráfico se ha convertido en el talón de Aquiles del régimen. Los casos de barbarie criminal, como los de Teuchitlán, alimentan los proyectos de intervención militar de los halcones estadounidenses, con el pretexto de descabezar a los grupos criminales que, afirman los gringos, dominan un tercio del territorio del país y al gobierno mexicano no le interesa o no puede combatirlos.
Tal vez esta coyuntura internacional, sumada a la sacudida que generó Teuchitlán, constituyan una oportunidad para que el Estado mexicano, en su conjunto y encabezado por la Presidencia de la República, emprenda una política integral y de largo plazo para combatir el problema de la violencia criminal en su conjunto, no solo el tema de los desaparecidos.
Es alentador que la presidenta Claudia Sheinbaum, luego de una primera reacción similar a la de sus antecesores, haya afirmado que el problema de los desaparecidos será una prioridad en su gobierno. Se trata de un posicionamiento radicalmente opuesto a la postura indolente del expresidente López Obrador, y contrasta también con los gobiernos anteriores. Sí, la politización de un asunto como Teuchitlán, es inevitable, las descalificaciones extremas a través de la propaganda son hasta cierto punto normales.
Pero lo que se espera de los gobiernos, en especial de la Presidenta de la República, es que, sin que decline sus visiones político-ideológicas ni ignore los ataques propagandísticos en contra de su gobierno, su primera reacción y su principal acción de gobierno debería ser la atención del problema, en este caso los desaparecidos. Comprender y dimensionar el problema, entenderlo y desplegar la acciones necesarias para enfrentarlo; y ya en segundo lugar, si así lo decide, la Presidenta, directamente o a través de voceros (es mejor así), reaccionar a los ataques político ideológicos.
Como sea, ojalá que empecemos, como país, un proceso de des-banalización del mal, porque, de lo contrario, el desgarramiento social y la indolencia política y moral pueden concretar aquella pesadilla de que “siempre su puede estar peor”.