Güeros de rancho

Con pelos y señales    Enrique Serna

Luis M. Morales

Casi todas las palabras alusivas al mestizaje tienen un doble filo que el tiempo no ha podido mellar. Si las elimináramos de nuestro vocabulario, como quieren los pontífices de la corrección política, el español de México se volvería una lengua inocua y estéril para cualquier propósito literario, que todos estaríamos obligados a manejar con guantes de látex. Los inquisidores del lenguaje que han pergeñado adefesios como “personas médicas” o “personas juzgadoras”, repetidos ad nauseam en la propaganda oficial, desearían erradicar de la memoria colectiva las voces populares que raspan al oído y hieren susceptibilidades. Yo creo, en cambio, que debemos conservarlas y estudiarlas, pues algunas encierran importantes lecciones de historia. Un ejemplo es el despectivo mote “güero de rancho”, que al parecer establece un orden jerárquico en el seno de la casta privilegiada.

“Rancho” es un anglicismo relativamente moderno, que nadie usaba en tiempos de la colonia, salvo para nombrar la comida de los presos y los soldados. En el sistema de castas novohispano, donde el indio puro siempre ocupaba el escalón más bajo de la pirámide social, detrás del saltapatrás, el negro cambujo, el notentiendo o el tentenelaire, el güero de rancho equivale al castizo, el hijo de mestiza y español.  Acuñado quizá en el siglo XIX, el término buscaba, tal vez, humillar a esos advenedizos. ¿Los catrines de la ciudad llamaban así a los rudos caporales o agricultores blancos, para mofarse de su tez colorada y sus rudos modales? ¿Se les veía como enemigos potenciales? ¿Había otro motivo para considerarlos blancos de segunda?

Ni la sociología ni la historia de nuestro folclor permiten suponer que la población urbana de aquella época menospreciara las faenas campiranas. Más bien respetaba y admiraba a los charros de las haciendas, a quienes muchos veían como arquetipos de la mexicanidad. Esa admiración prevaleció hasta mediados del siglo XX, cuando el cine mexicano convirtió al charro cantor en símbolo nacional, a contrapelo del nacionalismo indigenista que propugnaban los murales de Diego Rivera. La gallardía de los charros no sólo encandilaba a las mujeres, sino a los varones domesticados de la ciudad. Eso explica el auge de los lienzos charros en colonias fifís de la capital, donde los burgueses capitalinos iban a pavonearse los fines de semana. No reparaban en gastos con tal de personificar ante el graderío al hacendado galán y diestro en echar manganas que defendía su feudo a balazos. Pero si el rancho era un ámbito idealizado, ¿por qué el güero de rancho era objeto de escarnio?

Ha sido muy combatida en los últimos tiempos la tesis central de El laberinto de la soledad, en la que Paz atribuye al mexicano un trauma ancestral por el carácter atrabiliario del mestizaje, pero tal vez encierre la clave para entender el estigma endilgado a los güeros de rancho. Originalmente fueron quizá los hijos que el patrón o el encomendero había procreado a la usanza de Pedro Páramo, ejerciendo el derecho de pernada con las indias o las mestizas de sus haciendas. En algunos de ellos predominaba el fenotipo indígena, pero los que salían blancos no se libraban de un burlesco reproche sobre su origen. Los hijos legítimos del hacendado eran quizá los más interesados en bajarles los humos, pero tal vez los peones se unieran a la burla con malévolo regocijo. Nuestro güero de rancho tendría entonces un aire de familia con Joe Christmas, el protagonista de Luz de agosto de Faulkner, un blanco con antepasados negros a quien atormenta la posibilidad de que su mulatez sea descubierta cuando tenga hijos. El racismo a la mexicana nunca ha sido tan excluyente como el del sur de Estados Unidos, pero debió de haber lastimado a los güeros espurios, tachados de malnacidos por la oligarquía porfiriana, pues los incitó primero al bandidaje y luego a la rebelión armada.

Así pudo haberse incubado el rencor social de Pancho Villa, el güero de rancho más famoso de nuestra historia, que saltó del abigeato a la revolución. Algún discípulo de Freud no vacilaría en atribuir a su memoria genética el furor parricida que lo empujó a ordenar fusilamientos masivos de gachupines. La reencarnación moderna de Villa sería El Chapo Guzmán, otro blanco de cuna humilde con enorme voluntad de poder. El Güero Palma y La Barbie son representantes menos ilustres del mismo fenotipo delincuencial. Si bien el güero de rancho fue originalmente víctima del racismo, la gestación de estos liderazgos sugiere que lo ha beneficiado de carambola vivir en un país donde mucha gente creía y sigue creyendo que mejorar la raza es blanquearla. Ningún mexicano de la actualidad se indigna ya porque le digan “güero de rancho”.  La aureola mítica de Villa y El Chapo tal vez haya convertido la injuria en elogio.
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