Hombre sin nombre

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Detective   Diego Enrique Osorno

En un lugar que ya no figura en mapas oficiales, aunque cualquiera podría encontrarlo si desandara hacia donde termina la vida de la vorágine y empieza el afán de lo común, vivía un hombre sin nombre. No porque lo hubiera olvidado, sino porque nadie lo preguntaba. A veces lo llamaban el que camina, otras veces el que no se cansa, pero él no respondía a ninguno de esos nombres, no por desprecio, sino porque a veces los nombres distraen.

Tenía la costumbre de levantarse con el primer canto del gallo o de dormir como lechuza, según la estación y misión. Ya no usaba reloj ni calendario, como sí lo hizo alguna vez. Tenía tierra en las uñas y hojas en el sombrero, pero no era campesino, no en el sentido habitual. Poseía solo libros sin letras y una libreta donde anotaba cada silencio que encontraba en el andar o el desandar. Era un hombre normal, salvo por una cosa decisiva: no se había rendido.

Decían que alguna vez fue guerrillero, o maestro, o poeta, o filósofo. Que había llegado al lugar con los pies descalzos, una tos de perro y muchas historias entre los dientes. Nadie le creyó al principio, porque hablaba con metáforas felinas. Decía, por ejemplo, que el mundo era un gato montés que todavía podía salvarse si uno se atrevía a tocarlo sin miedo.

El caso es que, un día, sin previo aviso, como pudo, el hombre sin nombre ayudó a levantar un quirófano en la falda de una montaña. No había planos ni permisos ni discursos. Sólo manos, herramienta y un saber que venía de generaciones que nunca tuvieron escuela. Lo construyó junto con los otros y las otras sin nombre. Parecía que levantaban una trinchera de la vida, desafiando al olvido con clavos y madera.

Cuando el quirófano estuvo listo, el hombre sin nombre no dijo nada y se fue. Siguió caminando por una selva de cuyo nombre no quería acordarse pero que alguna lejana vez había sido conocida como el Desierto de la Soledad.

Otra mañana apareció en medio de la niebla y de una asamblea. No pidió hablar. Tampoco interrumpió. Pero su presencia cambió el tono de las voces colectivas. Algunos lo miraban con sospecha. Otros con respeto. No exigía ni explicaba ni discutía. Simplemente era. Y ser, en esos y estos tiempos, es todo un acto político.

Pasaron lustros. Otros y otras sin nombre se fueron, otras y otros sin nombre llegaron en busca de algo. Sobre todo estaban los que deseaban saber si era cierto que ahí mandaba el común, ver con sus propios ojos que las pirámides de siempre ahora estaban volteadas al revés.

El hombre sin nombre de esta historia seguía allí, ahora con más arrugas y más palabras. También poseía todavía algunos de los muchos silencios que había recolectado con delicadeza a lo largo de su vida. Cuidaba un jardín de plantas medicinales, escribía cartas náuticas y enseñaba a los niños a contar historias de gatos, perros y pingüinos sin necesidad de contar mentiras ni de pelear por codiciadas mantecadas de vainilla.

A veces desaparecía por semanas, meses, años, pero cuando regresaba traía noticias de ríos, de desiertos, de cielos, de mundos que allá afuera se deshacían en las vorágines.