La dialéctica perversa de la satisfacción y el deseo

Oscar De la Borbolla

Opinion

El deseo nos hace pensar, idear, planear, esforzarnos, hacernos capaces: nos fortalece; la satisfacción, por el contrario, nos aquieta, nos hunde en la pereza.

 

A propósito de la satisfacción de los deseos, son abundantes los ejemplos adversos que ilustran lo perjudicial de cumplirlos: desde El Diablo de la Botella de Stevenson hasta el de la leyenda del rey Midas o también los innumerables chistes que circulan de boca en boca acerca de genios salidos de lámparas maravillosas; en todos ellos, más allá de su belleza, ingenio o procacidad, asoma una advertencia: no es conveniente que se cumplan todos nuestros deseos.

Sin embargo, corremos tras ellos. Schopenhauer incluso definió al ser humano como «el animal del deseo» y también, a su modo, intentó disuadirnos con la idea de que deberíamos reprimirlos pues son la fuente de nuestras desgracias. Ya Platón los había condenado en el Protágoras, y el mismo Cioran insiste en ello en este lacónico aforismo: «Si pudiera abstenerme de desear, inmediatamente estaría a salvo de un destino».

Para el ser humano, sin embargo, es inevitable desear. Los deseos son los que nos ponen en marcha, los que han engendrado la historia, los que nos han hecho avanzar: jamás nos hemos contentado con lo que tenemos, siempre vamos a más y es comprensible, pues estamos llenos de carencias, de necesidades que se renuevan y que nos espolean el cuerpo y el alma y no podemos, sería absurdo, aguantarnos la sed, el hambre, la satisfacción de nuestros afanes y apetitos: vivir —nadie podrá dudarlo—es alimentar esas demandas.

Y, sin embargo, dicen los enterados, cumplir nuestros deseos implica nuestra perdición. Tratemos de aclarar el asunto: la dialéctica entre deseo y satisfacción. El deseo, ya lo he dicho, es el motor, lo que nos da el impulso, lo que nos ha permitido llegar a lo que somos, tanto como humanidad y como individuos. La satisfacción, en cambio, no mueve, más bien, al dejarnos colmados nos detiene: somos, nos guste o no, como el chimpancé del experimento: en cuanto logra alcanzar la penca por la que ha brincado y relacionado todo lo que está en su celda, y coronar su propósito, se sienta a disfrutar de los plátanos y se echa a dormir. El deseo nos hace pensar, idear, planear, esforzarnos, hacernos capaces: nos fortalece; la satisfacción, por el contrario, nos aquieta, nos hunde en la pereza y cuando no nos esforzamos, esa pereza termina, como con los niños mimados, convirtiéndonos en unos inútiles, en unos incapaces de nada.

Ojalá esta dialéctica perversa entre deseo y satisfacción no se olvidara, pues hoy, como nunca antes, resulta necesario tenerla presente: estamos al comienzo de una era en la que al parecer no tendremos que tomarnos la molestia de hacer las cosas por nosotros mismo. Ya la tecnología tradicional nos había puesto a salvo de incontables esfuerzos, pero hoy, con la IA, parece que nos ahorraremos las últimas tareas: pensar, crear, elegir, decidir por nosotros mismos nuestro rumbo.

El pragmatismo ramplón de nuestro tiempo ha cambiado, desde hace mucho, el ser por el tener, y el tener por el aparentar. Hoy lo importante es aparentar y eso es justamente lo que la IA puede permitirnos: no ser, sino parecer: no ser escritor, sino parecer escritor; no ser músico, sino presentar una obra musical que ella elabora como nuestra: no ser nada y poder parecerlo todo, no ser sino un usuario de una IA que brinda los frutos que le pidamos: tendremos la pintura deseada, el resultado científico deseado, la presentación laboral deseada, la tarea escolar deseada… tendremos todo sin habernos hecho a nosotros mismos en el camino de lograrlo. No seremos ya, siquiera, el chimpancé satisfecho que al menos, por un momento, se puso a brincar y a relacionar lo que tenía a la mano, sino el chimpancé saciado desde el principio.