Separar al poder político del poder criminal

Desnise Dresser

Opinion

¿No quiere o no puede Claudia Sheinbaum mandar un potente mensaje de que durante su gobierno no se tolerará ninguna complicidad entre autoridades y crimen organizado? Vale la pregunta porque no se le aprecia ninguna determinación en esta materia. La respuesta de sus detractores es que no lo hace porque obviamente busca defender a toda costa a sus correligionarios (sería la peor de las razones). Puede ser, pero esa explicación parte de la idea, arraigada en nuestro país desde la época priista, de que todo presidente, por definición, es absolutamente poderoso. La verdad es que los estudios más serios sobre el poderío real del poder central durante la época priista muestran que su poder era mucho menor de lo que se pensaba y que, de hecho, lo que el priismo desarrolló fue un complejo y sofisticado método de ajustes y negociaciones constantes entre el poder central, las élites locales y los poderes fácticos.

Cabe la pregunta de qué tanto poder tiene realmente hoy la Presidenta. Qué tan sólidos son sus apoyos. Está claro que sí tiene la intención de consolidar un poder fuerte, lo vemos con las iniciativas que mandó al Legislativo en las que se pretende eliminar la reelección inmediata y el nepotismo electoral. En ciertas regiones del país se han ido generando cacicazgos familiares gracias a la reelección y a la alternancia de miembros de una misma familia en los puestos de poder. Si a eso agregamos que esos grupos locales, en muchos casos, se han asociado con bandas criminales o, peor aún, se han convertido en grupos criminales, se entiende por qué son hoy auténticos islotes sustraídos al control del Estado: reciben recursos de la Federación o de los estados que desvían para sus propios fines, mantienen alianzas criminales mutuamente beneficiosas y, cuando se requiere, respaldan al partido que les garantiza las candidaturas enviando acarreados o garantizando votos. Plantear el fin de la reelección y del nepotismo es asestar un golpe contra esos cacicazgos. Las resistencias dentro de la mayoría no se han hecho esperar, aunque no son abiertas ni públicas.

Hay dentro de la alianza gobernante una disputa abierta y clara por el poder entre quienes quieren centralizarlo y construir un movimiento disciplinado (ver el empadronamiento a marchas forzadas de Morena que busca afiliados individuales y no controlados por mediadores) y los que pretenden mantener un statu quo que les ha garantizado pingües ganancias. ¿Es esta la explicación de la inacción de la Presidenta? ¿Por eso no ha procedido la fiscalía en contra de gobernadores o ex gobernadores ligados con el crimen organizado? ¿Está la Presidenta midiendo si le alcanzan sus apoyos para afectar a quienes forman parte de la alianza que la sostiene? O es simple impericia política como la que demostró al no invitar a Norma Piña el 5 de febrero a la ceremonia del aniversario de la Constitución. No lo sabemos aún.

Lo que está en juego es mucho más que un arreglo entre corrientes morenistas: es el grado de autonomía de la Presidenta frente a esos grupos de poder fácticos y, por lo tanto, la capacidad del Estado mexicano para sacudirse la colonización criminal de las instituciones que padecemos.

De lo que no hay duda es que urge, por el bien del país y para mantener la tan mentada soberanía, separar al poder político del poder criminal.

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