La imposibilidad de que ‘toda’ la ciudad sea bonita

Política Irremediable Román Revueltas Retes

Si el palabro “gentrificar” no significara que la población original de una zona urbana es desplazada al llegar ahí gente de mayor poder adquisitivo, entonces lo ideal —una suerte de utopía citadina— sería que toda la Ciudad de México se gentrificara, de Tláhuac hasta Gustavo A. Madero, pasando por Iztacalco e Iztapalapa.

Estamos hablando de la renovación del espacio público y, sobre todo, de la fusión de los vecinos con su entorno, de la plasmación de un sentido de pertenencia que llevaría a una armónica coexistencia con el propio hábitat.

El jovenzuelo que vandaliza las instalaciones —así sea que lo mueva el rencor y que intente darle cauce a su resentimiento perpetrando destrozos— lo hace también porque no las siente suyas y porque el acto de destruir es una suerte de mensaje dirigido a quienes se encuentran del otro lado de la barrera. Se manifiesta ahí una total ausencia de cultura cívica o, mejor dicho, un muy inquietante déficit de ciudadanía, entendido esto como el desentendimiento personal de los valores sobre los cuales se edifica la convivencia con los demás.

Parece perdida la batalla entre los que intentan reparar el mobiliario urbano o embellecer un parque o mejorar una calle y los que rompen las farolas o pintarrajean grafiti en los muros de una iglesia colonial. ¿La empresa de los vándalos es afearlo todo? ¿No es un tanto paradójico que los garabatos lleven nombre y firma, como para atestiguar cierta territorialidad —digamos, hacer bien visible la marca del propietario o, por lo menos, dejar una palmaria constancia de su existencia— y que, al mismo tiempo, la desfiguración del paisaje urbano tenga lugar en los espacios que el mismo devastador habita? ¿O, se trata más bien de una consustancial insensibilidad, de un repudio a las paredes limpias y bien pintadas que, al final, sería un rechazo al orden de las cosas, percibido como una imposición y frente a la cual es necesario expresar rebeldía?

Hace algunos días, el ímpetu destructor no se manifestó en el suelo donde residen los manifestantes sino que se movilizaron ellos para incursionar en las zonas más acicaladas de la capital. Protestaban precisamente por eso, por la existencia de espacios bonitos que no pueden habitar y que, encima, han sido ocupados por (algunos) extranjeros.

Y, pues sí, toda la ciudad tendría que ser acogedora con sus vecinos. Pero…
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