El gigante con pies de barro

Miguel Valera

Relatos dominicales

Relatos dominicales  Miguel Valera Hernández 

 

Herman Melville se lo advirtió. Se lo dijo quedo, quedito, al oído, como si de palabras de amor se trataran. “Ahab, cuídate de Ahab”. No entendió. Estaba en la cúspide del poder. ¿Quién le podía enseñar algo a Él, que lo sabía todo? Montado en su ballenero Pequod se creía hijo de Babel. Su propia pasión le nubló la vista, no le permitió tomar precauciones. Se fue de bruces, víctima de sí mismo. La ballena de su ego lo arrastró hasta la muerte en las profundidades del océano.

Un día lo vi enamorado y como dicen que el amor transforma, pensé que así sería en su caso. Esa tarde, de cielo plúmbeo, con chipi-chipi, unos hombres vestidos de negro llegaron con maletas al gran salón que tenía junto a su oficina. Ahí, sobre manteles blancos, limpísimos, colocaron kilos y kilos de joyas de oro de la mejor calidad. Invitó a sus amigos para que vieran y compraran. Él mismo le pagó piezas y piezas a la mujer que amaba. La escena se repetía frecuentemente.

En otra ocasión los vi entrar a Vadiro’s, en Hidalgo 94, en Xalapa. La verdad, sentí un poco de envidia, uno de los peores defectos del ser humano, porque implica dolerse, molestarse, por el bien de otros. Ese día destilaban dulzura, miel, pasión desbordada. Todos los que estábamos cenando nos quedamos pasmados, testigos de la escena, en cámara lenta, mientras llegaba a nuestra mesa una pizza artesanal gourmet estilo New York.

Ella era muy avezada, ducha, experimentada para conseguir lo que quería, para hacer negocios. Pronto le empezó a administrar una propiedad aquí y otra allá. Inversiones nacionales y extranjeras, lotes de joyas, autos y hasta le mandó un pintor para que le pintara de cuerpo entero, como el gran Tlatoani, el triunfador que era. Creo que ella lo amaba de verdad, pero todo con el paso del tiempo se desgasta y todos, como viajeros que somos, nos llenamos del polvo del camino.

“¿Y por qué no ser como una diosa?”, se preguntó ella una tarde fresca, lluviosa, de verano. Ese fue el inicio de la desgracia. Tentada por la serpiente de sí misma, aquella mujer quiso ser la dueña del Edén, dejándose seducir por la meliflua voz de la serpiente primigenia. Buscó apoderarse de una propiedad, de una cuenta bancaria, de otra propiedad y así. Al hombre aquel se le acabó el amor.

Calculó todo con detalle. No le dijo nada a nadie. Un día se enteró que a la mujer aquella le habían secuestrado a su hijo. De rescate pedían, a detalle, un lote de joyas, las mismas que el hombre le había regalado. ¿Cómo saben que tengo estas piezas?, se preguntó, mientras iba a entregarlas. Cuando llegó al sitio, siguiendo las instrucciones al pie de la letra, ella misma quedó secuestrada. Para salvarse tenía que entregar más joyas y las propiedades robadas. No tuvo otra opción. Era regresar lo robado o perder la vida. Su historia me hizo recordar la vieja frase de un político que conocí: todo lo que se paga con dinero o propiedades es barato.

Al final, logró salvar a su hijo y salvarse a ella misma de ese conflicto que su ambición había generado. El tiempo, que cura todo, puso a todos en su sitio. El envejeció rápido, enfermo por aquí y por ella. Ella siguió disfrutando de la vida. Alguna vez la vi saliendo de la zona universitaria y me hizo recordar la vieja frase de Herman Melville en Moby Dick: “Ahab, cuídate de Ahab”.