
No es la gentrificación o la xenofobia, es la violencia
Pensándolo bien Jorge Zepeda Patterson.

Alfredo San Juan https://www.milenio.com/opinion/jorge-zepeda-patterson/pensandolo-bien/no-es-la-gentrificacion-o-la-xenofobia-es-la-violencia
El tema no nació en la Condesa, es obvio. En muchos lugares del mundo hay una tensión creciente entre la necesidad de abrirse y la necesidad de protegerse. De los productos chinos que abaratan la vida y a la vez destruyen las cadenas productivas locales; de la migración del tercer al primer mundo que genera rechazo entre la población blanca que, por otro lado, encuentra imposible vivir sin nanas, jardineros y recolectores de cosechas. El planeta está cruzado por estas contradicciones entre lo global y lo local.
Así que tampoco tendríamos que asustarnos por los vecinos de estos barrios de clase media tradicional que expresan su preocupación por los acelerados cambios experimentados en los últimos años. En ese sentido, no es casual la elección de la Roma como título y escenario de la película de Alfonso Cuarón, con la que tantos mexicanos se identificaron de una u otra forma. No solo es explicable, también es necesario, que se pongan sobre la mesa los pros y contras de un proceso que ha beneficiado a unos y perjudicado a otros. No podemos quedar indiferentes respecto a las legítimas preocupaciones de los lugareños que se sienten expulsados económicamente por un fenómeno que ha crecido sin ninguna consideración. Y, desde luego, tampoco se trata de prohibirlo. Como tantas cosas en la vida, quienes toman decisiones tendrían que evitar enfoques en blanco y negro, y buscar equilibrio entre la derrama económica y los empleos que genera este proceso y, por otro lado, encontrar maneras de matizar sus efectos más salvajes. Además del impacto sobre el poder adquisitivo de los habitantes de siempre, también habría que considerar el efecto que la densidad de población provoca en temas de vialidad, agua y servicios públicos, por el proceso incontrolado de la sustitución de casas por edificios de apartamentos.
Pero habría que insistir que no es un tema particular de México, aunque en cada lugar tenga matices peculiares. En Barcelona y Venecia lo ha ocasionado el turismo masivo; en San Francisco y muchas otras metrópolis la llamada gentrificación, es decir, el arribo de nuevos vecinos más prósperos, usualmente miembros de generaciones más jóvenes.
Acá sucedió esto último, impulsado adicionalmente por la llamada migración nómada de norteamericanos y europeos atraídos por el “home office” a distancia. De allí que las protestas incorporaran también un rasgo xenófobo, un resentimiento contra lo extranjero. Y tampoco es para asustarse.
No, lo que en verdad preocupa es la violencia. Un componente que cada vez es más frecuente observar en las marchas, protestas y manifestaciones de descontento. Un impulso de destrucción que visto desde afuera parecería absurdo: maestros o estudiantes que exigen más recursos para la educación, pero no vacilan en dañar instalaciones, mobiliario y equipo dedicado a la educación; vecinos que se quejan de la situación de su barrio, pero aparentemente no tienen problema para deteriorar no solo negocios sino también mobiliario urbano o monumentos históricos que forman parte del patrimonio de su comunidad.
Puede no ser justificable, aunque hay un aspecto que podría entenderse. Existe un impulso catártico, una sensación de fuerza que anida en una masa en movimiento cuando expresa una injusticia: tirar una piedra, dejar un rastro frente a una frustración que considera legítima. De la misma forma que alguien con problemas de control de temperamento es capaz de romper un objeto en medio de un arrebato. No busca destruir per se, sino dar cuenta de la escala de su enojo. Psicólogos y sociólogos lo han explicado ampliamente, empezando por el célebre ensayo de Elías Canetti (titulado, justamente, Masa y Poder).
Pero la intención de destruir es otra cosa. Me temo que la mayor parte de la explicación de los casos de violencia en los últimos años tiene que ver con razones menos “sofisticadas” y más preocupantes, por así decirlo. Grupos de encapuchados que vienen preparados con objetos destinados a romper y a lastimar y que se incorporan a las manifestaciones de distinta índole que toman la calle. No hay nada de espontáneo en ello. Resulta evidente que los jóvenes encubiertos con cubrebocas, pasamontañas y pañuelos no formaban parte de la comunidad de vecinos veteranos de la Roma y la Condesa preocupados por su barrio. De la misma manera que los porros que aprovechan la toma de una facultad para destruir sistemáticamente mobiliario, documentación e incluso libros, solo de nombre pertenecen al estudiantado.
El origen de estos grupos de provocadores remitiría en última instancia a la política. Sea por razones ideológicas de ultraizquierda o de ultraderecha; sea por intereses politiqueros destinados a perjudicar a una corriente o a un funcionario en particular. El trabajo de inteligencia respecto a la identidad de estas personas sería la única manera de saberlo.
Dilucidar el origen de estas provocaciones y exhibirlo es importante porque el mayor daño no es sobre las paredes y el mobiliario urbano de la ciudad; es sobre el legítimo derecho que tienen los ciudadanos y grupos de interés para expresar las razones de su inconformidad. No solo se destruyen cosas, también se dañan causas. Es muy fácil y peligroso distorsionar la molestia y hacerla pasar por odio a los otros, como lo reflejan los lemas pintarrajeados como “haz patria mata un gringo” o las amenazas de violencia física que padecieron varios turistas.
Los provocadores solo pueden tener éxito si el resto termina provocado por la repulsa que intentan desencadenar. Los vecinos de la Condesa y la Roma no sufrieron un arrebato de intolerancia y prejuicio, como ha sido publicado en diversas notas periodísticas. Expresan su inconformidad sobre un fenómeno complejo que tiene ganadores y perdedores y que habría que abordar con atención y responsabilidad. No debemos dejar que lo contaminen intenciones desestabilizadoras que no tienen que ver con la legítima expresión de un problema. No reprimir es fundamental, pero no deberíamos confundir una cosa con la otra. Aplicar la ley sobre estos “reventadores” de las verdaderas causas y deslindarlos es la mejor manera de proteger el derecho a protestar.
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